lunes, 17 de febrero de 2025

6ª SESIÓN. Narrador en 2ª persona

Cómo ser la otra mujer

(Relato de Lorrie Moore, de su libro "Autoayuda". 1985)

Os conoceréis con gabardinas caras de color beis, una noche espesa como el caldo. Igual que en una película de detectives. Primero, quédate delante del escaparate de Florsheim, en la calle Cincuenta y siete, pega la cara al cristal, mira los Hummels de terciopelo falso que giran alrededor de los zapatos de piel; algunos son blancos como los que lleva tu padre y están apoyados en guirnaldas sobre un montoncito de nieve sintética. Todas las tiendas han cerrado. Ves tu aliento en el cristal. Dibuja un símbolo de la paz. Esperas un autobús. 
    Él surge de la nada, se parece a Robert Culp, la niebla se espesa, luego se abre, después es como si se volviera a cerrar a su espalda. Te pide fuego y, sorprendida, te sobresaltas levemente, pero le das tus cerillas del Lucky’s Lounge, «donde el ocio es cosa seria». Tiene una risita agradable, uñas agradables. Enciende el cigarrillo protegiendo la punta con las manos y le da una calada honda, como si se muriera de hambre. Al soltar el humo sonríe, te devuelve las cerillas, te mira a la cara, te dice: «Gracias». 
Después se queda no muy lejos de ti, esperando. El mismo autobús, quizá. Intercambiáis miradas furtivas, moviendo los pies. Finge que contemplas la nieve sintética. Sois dos espías que miráis rápidamente los relojes, escondéis el cuello entre los hombros, lleváis subida la solapa de la gabardina y cortáis lentamente como aletas de tiburón la niebla iluminada por las tiendas y los taxis. Empezáis a hacer círculos, os calibráis el uno al otro con olisqueos primigenios, os miráis, con movimientos furtivos, tan penetrantes como Basil Rathbone. 
    Llega un autobús. Va abarrotado, todos contemplan sin humor las axilas de los demás. Baja una mujer rubia con pinzas en el pelo y los zapatos en la mano. 
    Os subís juntos, os agarráis a barras cromadas contiguas y cuando el autobús suelta su resoplido y se pone en marcha con estruendo, sacas un libro. Pasado un minuto, te pregunta qué lees. Es Madame Bovary con el forro de una biografía de Doris Day. Intenta explicarle lo de los forros de los libros. Te sonríe, interesado. 
    Vuelve a tu libro. Emma abre su ventana pensando en Ruán. 
    —¡Qué tiempecito! —le oyes suspirar con un acento levemente británico o de la clase alta del estado de Delaware. 
    Levanta la vista. Di: 
    —No es apto para ningún bicho viviente. 
    Parece una tontería. No tiene sentido. 
    Pero así es como os conocéis. 

En el cine es tierno, te acaricia la mano bajo el asiento. 
    En los conciertos es encantador y atento, te invita a copas, te busca el tocador de señoras cuando no lo encuentras. 
    En los museos es sabio y cariñoso, te acompaña despacio entre las urnas cinerarias etruscas con gestos afectuosos y una diplomatura en Historia del Arte de la Universidad de Columbia. Es amable; se ríe de tus bromas. 
    Después de cuatro películas, tres conciertos y dos museos y medio, te acuestas con él. Te parece el número adecuado de actos culturales. Pones en el tocadiscos tu música favorita de arpa y oboe. Te dice el nombre de su mujer. Se llama Patricia. Es una abogada especializada en propiedad intelectual. Te dice que le gustas mucho. Te quedas tendida boca abajo, desnuda y todavía demasiado acalorada. Cuando te pregunte «¿Qué te parece?», no digas «ridículo» ni «lárgate de mi apartamento». Apoya la cabeza en una mano y responde: 
    —Depende. ¿Qué es la legislación de la propiedad intelectual? 
    Te sonríe. 
    —Ah, ya sabes. Cuando el ocio es cosa seria. 
    Échale una sonrisita apretada y tensa. —Es que no quiero que te sientas incómoda con esto. 
    Di: 
    —Eh. Yo soy una persona muy tranquila. Soy dura. 
    Enséñale el bíceps. 

Cuando tenías seis años te creías que «amante» significaba algo molesto, como ponerse un zapato en el pie equivocado. Ahora eres mayor y sabes que puede significar muchas cosas, pero que esencialmente significa ponerse el zapato en el pie equivocado. 
    Caminas de manera diferente. No te reconoces en los escaparates; eres otra mujer, una loca escaparatista con gafas que tropieza frenética y preocupada entre los maniquíes. En los servicios públicos te sientas aplastada peligrosamente en el asiento del retrete, como un extraño helado de carne desesperada y regocijante, y murmuras a tus muslos, que adquieren un color azulado: 
    —Hola, soy Charlene. Soy una amante. 
    Es como tener un libro prestado de la biblioteca. 
    Es como tener constantemente un libro prestado de la biblioteca. 

Quedáis a menudo para cenar, después del trabajo, compartís litros enteros del tinto de la casa, después recorréis a trompicones las dos manzanas hacia el este, las veinte manzanas hacia el sur hasta llegar a tu apartamento y os tumbáis en el suelo del cuarto de estar con las gabardinas caras de color beis todavía puestas. 
    Es analista de sistemas (ya habéis agotado las bromas al respecto), pero te revela que lo que quiere ser de verdad es actor. 
    —Bueno, ¿y cómo te hiciste analista de sistemas? —le preguntas, qué gracia tienes. 
    —Como se hace uno cualquier cosa —responde pensando en voz alta—. Estudié y envié currículos. 
Una pausa. 
    —Patricia me ayudó a preparar un currículo estupendo. Demasiado estupendo. 
    —Ah. 
    Piensa en los estudios para amante, el título, los currículos. Puede que no estés cualificada. 
    —Pero el trabajo de análisis de sistemas no se me da demasiado bien — explica, mirando el techo agrietado y más allá, mucho más allá—. Calcular la eficiencia en función de los costes de doscientas personas que se pasan quinientas páginas de un lado a otro de un escritorio nuevo de metro por metro y medio... No soy una persona organizada, como lo es Patricia, por ejemplo. Es increíblemente ordenada. Hace listas de todo. Es impresionante. 
    Di con voz inexpresiva, apagada: 
    —¿Qué? 
    —Que hace listas. 
    ¿Que hace listas? ¿Y eso te gusta? 
    —Bueno, pues sí. Ya sabes, de lo que va a hacer, de lo que tiene que comprar, los nombres de los clientes que tiene que ver, etcétera. 
    —¿Listas? —murmuras tú desanimada, desangelada, con tu cara gabardina beis todavía puesta. 
    Hay un silencio largo, cansado. ¿Listas? Te pones de pie, te limpias el polvo de la gabardina, le preguntas qué quiere beber, y después vas directa a la cocina sin aguardar su respuesta. 

    A la una y media se levanta en silencio, salvo por el roce suave que hace al vestirse. Se marcha antes de que te hayas quedado dormida del todo, pero antes se inclina sobre ti con su cara gabardina beis y te besa las puntas del pelo. Ah, te besa el pelo. 

CLIENTES QUE VER 
    Fotos de cumpleaños 
    Rollo de celo 
    Cartas a TD y a mamá 

En teoría sigues siendo secretaria de Karma-Kola, pero llevas al cuello la llave de la asociación de estudiantes Phi Beta Kappa colgada de una cadena de oro barata, con la esperanza de que alguien se fije en ti a la hora de un ascenso. Por desgracia, has perdido el respeto de todos tus compañeros excepto uno, y también el de muchos de tus superiores, que trabajan para poder enviar a sus hijas a la universidad para que no tengan que ser secretarias, y que por lo tanto te miran con desprecio por ser una fracasada a pesar de tener una licenciatura. Es como ser licenciada en fracaso. Pero Hilda te aprecia. Eres joven y le recuerdas a su hermana, la patinadora profesional. 
    —Pero si a mí no me gusta patinar —le aclaras. 
    Y Hilda sonríe, asintiendo con la cabeza. 
    —Ajá, eso es exactamente lo que ella me dice a veces, y lo dice de la misma forma que tú. 
    —¿De qué forma? 
    —Ah, no lo sé —responde Hilda—: con el flequillo con raya en medio, ese aire. 
Pregúntale a Hilda si quiere salir a almorzar contigo. Mientras os coméis unos bocadillos de carne con chucrut, pregúntale si ha tenido alguna vez una aventura con un hombre casado. A medio bocado, 9/132 mientras intenta completar la coreografía de su masticar, le chorrea salsa rusa en las manos. 
    —Una vez —explica—. Fue el último amante que he tenido. Hace más de dos años. 
    Di «Ay, Dios» como si fuera algo horrible y trágico, e intenta después mitigar la grosería carraspeando y añadiendo: 
    —Bueno, supongo que no es tan terrible. 
    —No —suspira ella de buen humor—. Su mujer tenía la enfermedad de Hodgkin, o eso creían todos. Cuando le hicieron el diagnóstico correcto y no resultó tan negativo, volvió con ella. ¿Tú lo entiendes? 
    —Supongo —contesta dubitativa. 
    —Sí, puede que tengas razón. —Hilda sigue limpiándose carne con chucrut del dorso de las manos con una servilleta—. Bueno, de todas formas, ¿con quién te has liado? 
    —Con uno que tiene una mujer que hace listas. Tiene la enfermedad de Hacelistas. 
    —¿Qué vas a hacer? 
    —No lo sé. 
    —Sí —replica Hilda—. Típico. 

CLIENTES QUE VER 
    Tomates en lata 
    Pasta de dientes ecológica 
    Desodorante ecológico 
    Vitamina C de oferta, Rexall 
    Ver: otro zapatero, calle 32 

—La verdad es que Patricia ha tenido una vida muy interesante — comenta él, fumándose un cigarrillo. 
    —¿Ah, sí? —contestas, aplastando otro en el cenicero. 

Haz una lista de todos los amantes que has tenido. 
    Warren Lasher 
    Ed Catapano Cabeza de Goma 
    Charles Deats o Keats 
    Alfonse 

Métetela en el bolsillo. Déjala por ahí, a la vista. No sabes cómo, pero la pierdes. Tómate el pelo diciendo que eres «una perdida». Haz otra lista. 

Susurra «No te vayas todavía» cuando se deslice de tu cama antes de salir el sol y tú estés allí, tendida boca arriba, refrescándote, desnuda entre las sábanas y oliendo a un sudor de almizcle, de cebolla. Siéntete gris como una toalla abandonada en unos vestuarios. Míralo mientras se vuelve a poner los pantalones, el suéter, los calcetines y los zapatos. Extiende la mano y agárralo del muslo mientras se inclina y te besa rápidamente, diciéndote que no te levantes, que ya cerrará la puerta al salir. En la oscuridad cargada de humo lo ves esbozar una sonrisa débil, culpable, e intentar despedirse desde la puerta con un gesto falso y desenvuelto de la mano. Vuélvete de costado, hacia la pared, para no tener que ver cómo se cierra la puerta. Oyes el ruido, no obstante, el tintineo de las llaves y el chasquido de la cerradura, las pisadas fuertes que después se van perdiendo por la escalera, el golpe de la puerta de la calle, después nada, todos sus ruidos se mezclan con la ciudad, su cara pasa sin nombre hacia el barrio alto en un autobús o en un taxi con mala calefacción mientras las ventanas del dormitorio, de todo el edificio en que vives, se estremecen cuando pasa un camión escandaloso hacia el puente de Queensboro. 
Pregúntate quién eres. 

—Hola, soy Atila —dice con una voz falsa y grave cuando coges el teléfono en la oficina.
Suelta una risita. Como si fueras tonta. Di: 
    —Ah. Hola, huno. 
    Hilda se vuelve para mirarte con una expresión de qué-mosca-te-hapicado. Encógete de hombros. 
    —¿Comemos juntos más tarde? 
    Di: 
    —¿Carne? Ya sabes que la carne no puedo ni verla, soy vegetariana. 
    —Qué graciosa, qué gracia tienes —observa, sin reírse, y durante el almuerzo te da sus tomates. 
Bébete dos vasos enormes de vino y sonríe con todas sus anécdotas de la oficina y de su suegra. Eso hace que le chispeen los ojos y le salgan arrugas en las comisuras, que la cara se le ponga satisfecha y brillante. Cuando la camarera retira los platos, hay un silencio en el que los dos bajáis los ojos y los volvéis a alzar. 
    —Cada día estás más guapa —te dice mientras sostienes la copa de vino sobre la nariz y el borgoña te cae a raudales por la garganta. 
    Deja la copa. Sonrójate. Sonríe. Juguetea con tu llave de Phi Beta Kappa. 
    Cuando os levantéis para marcharos, respira hondo. Enfrente del restaurante, de donde partiréis en direcciones opuestas, no le des un beso entre la multitud del mediodía. El despacho de Patricia está cerca y ella tiene la costumbre de ir al banco más o menos a esa hora; a él se le pondría rígida la espalda y movería los ojos de un lado a otro como un loco. En lugar de eso, haz un rápido movimiento de pies, como si llevaras una cadena y una bola, como viste hacer a Barbra Streisand en una película. Haz un gesto ampuloso con el brazo y di: 
    —Hasta que volvamos a vernos para comer. 
    El ascensor de la oficina va despacio y está lleno de gente; te olvidas de bajar en el décimo piso y lo tienes que hacer desde el diecinueve. Cinco minutos después de llegar mareada a tu escritorio, suena el teléfono. 
    —Espérame mañana a las siete, delante del Florsheim —dice—, y te llevaré a mi castillo. Patricia va a una convención sobre derechos de autor. 

Espera helándote delante del Florsheim hasta las siete y veinte. Aparece, por fin, corriendo, jadeando entre disculpas (acaba de volver del aeropuerto), con la gabardina abierta, y tira de ti a paso vivo hacia la parte alta de la ciudad, rumbo a los museos de arte. Vive cerca de los museos. Pregúntale qué es una convención sobre derechos de autor. 
    —Un lugar donde el ocio es cosa seria y así se toma —explica con voz tranquila, alargando las palabras y sonriendo, avivando su paso y el tuyo. 
    Te besa la sien, te retira el pelo de la cara. 
    Llegas a su edificio en veinte minutos. 
    —¿Ya estamos aquí? 
    El portero del castillo lleva la bragueta abierta. Sonríele con educación. En el ascensor, di: 
    —No vale la pena subir una bragueta que nadie mira. 
    El ascensor traquetea a lo largo de los ocho pisos de manera peculiar, como si alguien estuviera carraspeando obsesivamente. 
    Cuando abre por fin la puerta del apartamento, te hace pasar a un cuarto de estar en forma de ele, repleto de plantas y carteles con marco dorado que anuncian exposiciones a las que hace ya seis años que es demasiado tarde ir. La cocina está a un lado: pequeña, digital, austera, con un pequeño ejército de utensilios cromados que cuelgan de la pared beligerantes y limpios como espadas. Da vueltas por allí, nerviosa como un perro que olisquea la casa. Asómate al dormitorio: en el centro, como una flor gigante, hay una cama tamaño reina con una colcha holandesa de Pensilvania. En una mesilla de noche hay un marco con peana con una foto de una mujer vestida de esquiadora. Te asusta. 
    Cuando vuelves al cuarto de estar, te lo encuentras preparando unos combinados con whisky escocés. 
    —Ya estamos aquí —repites, con una sonrisa forzada y una agitación extraña en el tórax. 
    Enciende uno de sus cigarrillos. 
    —¿Te guardo el abrigo? 
    Muéstrate rara y difícil. Di: 
    —El beis me gusta. Creo que es práctico. 
    —¿Qué te pasa? —pregunta cuando te da la copa. Intenta decidir qué debes hacer: 
    1. Abrirte de un tirón la gabardina, enviando los botones al otro lado de la habitación como torpedos,     para que caigan en la esparraguera con una serie de golpecitos. 
    2. Ir al baño y hacer gárgaras con agua caliente del grifo. 
    3. Bajar a la calle y parar un taxi para que te lleve a casa. 

Te pone la boca en el cuello. Rodéalo tímidamente con los brazos. Susúrrale al oído: 
    —Mm..., hay una mujer, otra mujer en tu cuarto.

Cuando esté totalmente dormido encima de ti, en plena noche, alarga el brazo izquierdo hacia la mesilla, despacio, como un brazo mecánico programado para realizar una misión secreta de espionaje, a oscuras acércate a la cara la foto de la esquiadora e intenta estudiar sus rasgos por encima del hombro de él. Parece que tiene una sonrisa bonita, el pelo corto, no hay cejas, las aletas de la nariz abiertas, un cuerpo indescifrable envuelto en nailon, plumón y lana. 
    Sal de debajo de su cuerpo dormido deslizándote con cuidado, como un calzador (él suelta un gruñido soñoliento), y ve al armario empotrado. Ábrelo con el mínimo de crujidos y contempla la ropa de ella. Unos pocos trajes sastre. Parece que tiene blusas beis y muchas cosas marrones. Enciende la luz del armario. Mira los zapatos. Están alineados en pares ordenados, casados, en el suelo del armario. Zapatos negros, zapatillas azules, mocasines marrones, sandalias marrones. Han ido a una universidad privada de las caras, pongamos que en Massachusetts. Mira dentro de sus zapatos. Tiene los pies mucho más grandes que los tuyos. Como pequeños misiles intercontinentales. 
    Dentro de las cuevas de esos zapatos se forman ojos que abren los párpados, te miran desde abajo, te observan, te hacen guiños desde las plantillas. Son semiamistosos, enigmáticos, les resulta gracioso que les pases revista como a hombrecitos que sonríen desde las escotillas abiertas de una flota de submarinos militares. Apaga la luz y cierra la puerta enseguida, antes de que se pongan a hablar, a bailar o algo así. Escabúllete a la cama otra vez y esconde la cara en su axila. 
    Por la mañana te prepara el desayuno. Algo con champiñones, huevos y salsa picante. 
    Usa su cepillo de dientes. El rojo. Mira en el espejo una cara que parece demasiado hinchada para ser la tuya. Imagínate que por error te cepillas con el de ella. Imagínate que una esposa y una amante comparten un mismo cepillo de dientes para siempre jamás, sin saberlo. Mira en el botiquín: 
    Midol 
    Hilo dental 
    Tilenol 
    Mertiolato 
    Paquete de ocho limas de esmeril 
    Maquinillas de afeitar y recambios 
    Dos tubos de pasta de dientes apretados por el medio: Crest y Sensodine 
    Tiritas 
    Crema para las manos 
    Alcohol para friegas 
    Tres jaboncitos de Cashmere Bouquet robados de un hotel 

En la calle, en todas partes, te parece ver a la sosa ladrona de jabón de hotel. Todas las mujeres son ella. Hueles Cashmere Bouquet por todas partes. Ésa es ella. Una que está esperando cerca de ti el autobús directo al centro: sí, ella. Una mujer que está detrás de ti en la cola de una tienda de comida preparada, cerca de Marine Midland, que tiene las manos suaves de crema y pinta de esquiar: por Dios, y tanto que es ella. Ten ataques de sudor frío. Observa fijamente, con curiosidad clínica y terror desbocado, todas las narices con aletas abiertas. Escruta los pies. Mira de reojo los zapatos. Después aparta la vista, como una mujer, como otra mujer, que está perdiendo el juicio. 
    Sola, a la hora del almuerzo o después del trabajo, sigue mirando fijamente la nariz y los zapatos de todas las personas de sexo femenino de doce años para arriba. Siente que te tiembla la cara y sal corriendo dos veces del Bergdof's —un acto irracional— porque estás segura de que es ella la que está en los percheros de faldas rebajadas, eligiendo de nuevo una marrón, con un frasco de Tilenol que le asoma por una esquina del bolso. Siéntate en un muro de granito en la plaza GM y recobra el aliento. Escucha a un viejo que canta Frosty, el muñeco de nieve. Pierde la noción del tiempo. 
    —Llegas tarde —te susurra Hilda, volviéndose hacia ti—. Carlyle ha venido dos veces preguntando por ti y si ya estaba pasado a máquina el estudio de mercado. 
    Murmura: 
    —Mierda. Sólo vas por la T: Tennessee, consumo de Karma-Kola por kilómetro cuadrado-dólar de inversión en el mercado. Cifras de julio de 1980 a octubre de 1981. 
    Texas - Año fiscal 1980 
    Texas - Año fiscal 1981 
    Utah 

Es como pasar a máquina una guía de teléfonos. Que te asomen lágrimas en los ojos. 

CLIENTES QUE VER
    1. Enamorada (¿?) Descontrolada. ¿Quién es ése? ¿Quién soy yo? ¿Y quién es esa esposa con esquís, nariz con aletas y Tilenol? ¿Tiene orgasmos? 
    2. Regenérate. Se te han caído algunos trozos. 
    3. Todo lo que haces es un acto masoquista. ¿Por qué? 
    4. ¿No te aprecias a ti misma? ¿No mereces algo mejor? 
    5. Necesitas: algo que te lleve al cielo, algo que haga que te vuelvan a gustar las cosas pequeñas, que te siga las curvas de las orejas y te revuelva el pelo y te llame todos los días. 
    6. Una droga. 
    7. Un hombre. 
    8. Una religión. 
    9. Un buen trabajo. Revisar y enviar currículos. 
    10. Acuérdate de lo que le dijo la señora Kloosterman a la clase en segundo: alegraos de tener piernas. 

—¿Qué vas a hacer en Navidad? —pregunta, tendido boca arriba en tu sofá. 
    —No lo sé. Iré a Nueva Jersey a ver a mis padres, supongo. 
    Una pausa. 
    —¿Quieres venir a conocerlos? 
    Una sonrisa amable, paternal, indulgente. 
    —Charlene —ronronea, incorporándose para darte una palmadita en la mano, en tu mano pequeña, estúpida y ridícula. 

Te regala un par de zapatillas de piel. Eran lo que querías. 
    Tú le regalas un libro de coches. 

—Mamá, abre primero el rojo. El otro va con éste. 
    —Un molinillo de café, vaya, gracias, cariño. 
    Te da un beso húmedo en la mejilla con un velo navideño en los ojos. Cree que eres maravillosa. Es, sin duda, tu mayor admiradora. Está envejecida y menopáusica. Se empeña en creer que eres directora adjunta de departamento en Karma-Kola. Desea ser tú con muchas ganas, con mucha insistencia. 
       —Y este paquete es de un café exótico de Colombia, y éste es un descafeinado con sabor a chocolate. 
    Tu padre se revuelve inquieto en el rincón, mirando su reloj, preocupado porque tu madre debería echar un vistazo al asado. 
    —Café descafeinado en grano —dice—. ¿Es para mí? 
    —Sí, papá —responde—. Para ti. 

—¿Quién es? —pregunta tu madre más tarde en la cocina, cuando ya has fregado los platos. 
    —Un analista de sistemas. 
    —¿Y a qué se dedican ésos? 
    —Bueno..., se casan mucho. Siempre suelen estar casados. 
    —Charlene, ¿tienes una aventura con un hombre casado? 
    —¿Lo tienes que decir así, mamá? 
    —Te estás buscando un lío —dice despacio, y sigue sacando brillo a la plata con una energía vehemente. 
    Pregúntate por qué siempre saca brillo a la plata después de las comidas. 
    Apóyate en la nevera y juguetea con los imanes. 
    Di suavemente, con cuidado: 
    —Ya lo sé, mamá, tú no harías una cosa así. 
    Alza los ojos para mirarte y le tiembla la boca; mechones de pelo castaño grisáceo le cuelgan por delante de los ojos salados, tiene restos secos de crema rosa para limpiar la plata en las manos, en la alianza. Se detiene, deja una cuchara, aparta la vista y te vuelve a mirar con desesperanza, como una muchacha muy joven, sacude la cabeza y rompe a llorar. 

—Te he echado de menos —asegura, casi gritando, bullicioso y adolescente, mientras pasea por el cuarto de estar con una especie de expectación, como un niño que ya debería haberse ido a la cama y quiere preguntarte algo—. ¿Qué has hecho en tu casa? 
Te frota el cuello. 
    —Bah, lo normal de las Navidades con mis padres. En Nochevieja fui a una discoteca de Morristown con mi prima Denise, pero elegí mal la ropa. Me puse el jersey de cuello cisne y la falda de tablas que me había regalado mi madre porque le quería dar ese gusto, y no paraba de enseñar las bragas. 
    Él sonríe y te besa en la mejilla, pues eso le parece encantador. 
    Sigue: 
    —Había tres tipos, los tres con camisa morada y sombreritos de papel, que no hacían más que sacarme a bailar. No creo que estuvieran juntos ni que fueran hermanos ni nada de eso. Pero bailé, y cuando tocaron New York City Girl , esa canción que habla de lo quemadas que están las mujeres de ciudad y de lo competentes que son, me puse a bailar como una loca y se me cayeron las bragas al suelo. Intenté subírmelas, pero al final tuve que quitármelas y metérmelas en el bolso. Cuando dieron las doce, me eché a llorar. 
    —Estoy seguro de que lo pasaste muy mal —te dice, pasándote las manos por la parte baja de la espalda. 
    —Sí, sin duda —replica. 

—Estoy pensando en contarle a Patricia lo nuestro. 
    Muéstrate escéptica. Pregunta: 
    —¿Qué le dirás? 
    Él prosigue, seguro: 
    —Le diré: «Cariño, tengo que contarte algo». 
  —Y ella te mirará levantando la vista del maletín lleno de documentos y murmurará: «¿Hummmmmm?». 
    —Y yo diré: «Cariño, creo que me estoy enamorando de otra mujer, y sé que estoy teniendo relaciones sexuales con ella». 
    —Y ella responderá: «Ay, Dios mío, ¿qué has dicho?». 
    —Y yo aclararé: «Relaciones sexuales». 
    —Y se echará a llorar desconsolada, y ¿qué harás tú entonces? 
    Se produce un silencio, estático como la luna. Cambia de postura las piernas, parece confundido. 
    —Le... diré que estaba de broma. 
    Te aprieta la mano. 

Aféitate las piernas en el lavabo. Filosofa: eres una amante, formas parte de una gran tradición histérica, digo histórica. Las esposas son como las cucarachas. También forman parte de una gran tradición histórica. Te sobrevivirán después de un ataque nuclear (son duras y resistentes y se desplazan en manadas), pero ahora mismo no lo están pasando nada bien. Y cuando miras en el espejo del baño las ves escabullirse por detrás de ti, por arriba, donde no las alcanzas. 

Una hora de cócteles de ginebra con lima después del trabajo, una ojeada rápida por Barnes and Noble, y él mira el reloj, te da un besito y dice: 
    —Buenas noches. Te llamaré pronto. 
    Sal con él. Quédate allí de pie, tiritando, pero no hagas pucheros. Di: 
    —Habría sonado mejor «te llamaré luego» que «te llamaré pronto». «Pronto» significa siempre lo contrario. 
    Te sonríe débilmente. 
    —Te llamaré dentro de pocos días. 
    Y cuando se haya marchado, subiendo deprisa por la Tercera Avenida, mírate los pies, da una patada a una colilla y di con tu mejor murmullo juvenil: 
    —Que te jodan, tío. 

Algunas noches dice que intentará ir, pero que no te lo garantiza. Esas noches, sólo por si acaso, pásate dos horas duchándote, vistiéndote, maquillándote hasta dejarte irreconocible, como un hombre que se viste de mujer, y después, como es tarde y tienes que trabajar al día siguiente, métete en la cama tal cual, perfumada y con un albornoz embarazoso, largo, ondulante, con lacitos, que más que una bata es un «salto de cama». Con la vela esmaltada que se consume junto a la cama, quédate dormida a ratos, dispuesta con meticuloso cuidado sobre las colchas, la lámpara de la ventana encendida en el cuarto de estar, la puerta cerrada sin llave por si llega y, con las prisas de la pasión, aquélla se le olvida. A seis manzanas de la calle Catorce: te juegas la vida por él, tendida sobre la cama como una tarta ridícula, lo esperas con la puerta cerrada sin llave, te parece oírlo por la escalera, pero no. Deberías llevar un ramillete, piensas para tus adentros. Deberías llevar una maldita orquídea prendida de la pechera del salto de cama largo y ondulante, así estarías tan absurda como debes. Piensa: ¿Qué me ha pasado? ¿Por qué estoy tumbada de esta manera sobre la colcha con tanto Jontue, tanto rímel y tantas joyas, sin darle importancia, haciendo como si me acostara siempre así, cuando un pervertido con seis cuchillos de trinchar nuevos va a colarse por mi puerta sin cerrar? Recuerda: en el instituto de secundaria de Blakely Falls, Willis Holmes habría hecho cualquier cosa por estar contigo. No tienes por qué aguantar esto: quedaste segunda finalista en el concurso de belleza del baile de tercero. 
    Se oye pasar un camión. 
    Unos chicos sordomudos, que seguramente habrán salido de un baile del colegio próximo, se encuentran bajo tu ventana, soltando chillidos y aullidos, haciendo ruidos peregrinos. Supones que se están riendo y divirtiendo, pero ellos no se escuchan y, de noche, los ruidos son temibles, bestiales. 
    Tu radio despertador marca la 1.45. 
    Pregúntate si te estás volviendo vieja, desesperada. Créete que te has convertido de verdad en otra mujer: 
    en tu tía solterona Phyllis; 
    en una camarera hipocondríaca de un bar de copas; 
    en un travesti esplendoroso que se ha perdido y ha subido desde el Village. 

Cuando pasan siete días seguidos sin tener noticias de él, envíales postalitas ingeniosas a todos tus amigos de la universidad. El octavo día, cuando te llama por fin a la oficina murmurando cosas lascivas en alemán, sigue lacónica. Di: «Ja... nein... ja». 
    En el almuerzo, mira tu crema de coliflor con la boca fruncida y pregúntale qué demonios hacen su mujer y él cuando están juntos. Muéstrate irritada. Él se encoge de hombros y dice: 
    —Quitar el polvo, comer, reñir por la cortina de la ducha. ¿Por qué lo preguntas? 
    Responde: 
    —No lo sé. Qué pregunta tan escandalosa, ¿eh? 
    Te echa una mirada comprensiva que podría resucitar a un gato muerto. 
    —Estás molesta porque no te he llamado. 
    Extiende la mano sobre la mesa para tocarte los dedos. Retírala. Di: 
    —No te lo creas tanto. Aparta ligeramente la vista. Cúbrete los ojos con la mano como si tuvieras dolor de cabeza. Di: 
    —Dios, lo siento. 
    —No importa —añade él. 
    Y tú piensas: Aquí hay algo que retrocede. Que va para atrás. Un error. Como los errores de «Las ocho diferencias» en las revistas para niños que hay en las consultas de los dentistas. Dolores de muelas. Dolores de estómago. Dios, la crema. Pide disculpas y corre al tocador de señoras. Cierra la cabina dando un portazo. Apoya la espalda en la puerta. Observa el agujero del retrete. 

Hilda está preocupada por ti y piensa que con un primo suyo de Brooklyn puede arreglar tu situación. 
Pregúntale con voz cansada: 
    —¿Cómo se llama? 
    Te mira arrugando el entrecejo. 
    —Mark. Es banquero. ¿Y qué actitud es ésa, coño? 

Mark te invita a una cerveza en un café griego que está cerca del cine. 
    —Así que eres secretaria. 
    Muéstrate violenta y haz una broma: «Sedentaria, más bien», y míralo con sorpresa y horror cuando suelte una carcajada y un resoplido excesivos. 
    Di: 
    —La verdad es que debería haber sido bailarina. Todo el mundo me lo ha dicho siempre. 
    Mark sonríe. Le gusta imaginarte como bailarina. 
    Míralo con frialdad. Añade: 
    —No, nadie me lo ha dicho nunca. Me lo acabo de inventar. 
Pasa toda la película olvidándote de leer los subtítulos, pensando en cambio si deberías acostarte con Mark el banquero. Échale miradas de reojo. A oscuras, su perfil parece importante y misterioso. O algo así. Te pilla mirándolo, se vuelve y te guiña un ojo. Dios santo. Parece como si estuviera invirtiendo algo en todo esto. Esos banqueros... Suspira. Mira al frente. Llega a la conclusión de que no tienes energía, interés. 

    —He salido con otro. 
    —¿Cómo? 
    —Con un banquero. Fuimos a ver una película de Godard. 
    —Vaya... Bueno. 
    —¿Bueno? 
    —Quiero decir que es bueno para ti, Charlene. Debes hacer cosas así de cuando en cuando. 
    —Sí. Es muy rico. 
    —¿Lo pasaste bien? 
    —No. 
    —¿Te acostaste con él? 
    —No. 
    Te besa en la oreja casi con agradecimiento. Revuélvete. Ten una contracción nerviosa. Miente. Di: 
    —Digo, sí. 
    Él asiente con la cabeza. Aparta la vista. No dice nada. 

Recorta un calendario viejo haciendo una tira por semana. Colócalas en el suelo de tu cocina, como una especie de gráfico de barras sobre el linóleo, representando el número de semanas que has sido una amante: trece. Señala con una equis todas las fiestas nacionales. 
    Sal a darte un paseo por el frío. Tres niñas que matan el rato en el rellano de la entrada se ríen y gritan a los desconocidos que pasan por la calle. «¡Eh! ¡Eh, señor!». Rodéalas. Piensa: No han tenido nunca un orgasmo. 
    Una mujer rubia con pinzas en el pelo pasa a tu lado en calcetines, con los zapatos en la mano. 

Hay cosas que tienes que decirle. 

CLIENTES QUE VER 
    1. Esta relación es humillante. 
    2. Va en contra de la decencia. ¿No soy más que una vulgar ramera, una zorra vulgar? 
    3. Ni el más mínimo apoyo emocional. 
    4. ¿Por qué no me dices nunca «te quiero», o «quédate en mis brazos para siempre, renacuajo mío», o «tus ojos me hacen arder, cachito mío»? 

Cuando te vuelve a llamar por teléfono, te dice: 
    —Estaba soñando contigo y me he despertado de pronto con una sensación inquieta y pesada. 
    Di: 
    —Sí, a mí no me gusta nada despertarme con un pesado al lado.
    Se ríe con una risa suave, hermosa y de tenor que hace que sientas un calorcillo en los huesos. Y entonces te das cuenta; puede que todo se reduzca a esto: la gente es capaz de hacer lo que sea, lo que sea, a cambio de una risa verdaderamente agradable. 
    No pierdas la decisión. Busca tu lista a tientas. Suelta las cosas de la manera más convincente que puedas. 
    Di: 
    —Sufro humillaciones en tus manos. Y suplicios en tus pies. No sé por qué hago bromas. Me duele. 
    —Por eso es. 
    —¿Qué? 
    —Por eso es. 
    —Pero a ti no te importa, en realidad. 
    Haz una mueca. Resulta penoso. 
    —Pero sí que me importa. 
    Por algún motivo, eso te deja sin habla. 
    Sigue diciendo: 
    —Ya conoces mi situación..., o puede que no. —Pausa—. ¿Qué puedo hacer, Charlene? ¿Quieres que haga el pino, maldita sea? 
    Susurra: 
    —Por favor. Haz el pino, maldita sea. 
    —Son las diez —señala—. Voy para allá. Tenemos que hablar. 

Lo que tiene que decirte es que Patricia no es su mujer. Está separado de su mujer, se llama Carrie Porta.     Te acuerdas de un chiste que oíste una vez: ¿cómo se apellida una mujer que se casa con un hombre que no tiene brazos ni piernas? Porta. Patricia es la mujer con la que vive. 
    —¿Quieres decir que no soy más que otra de la jodienda? 
    Te mira, perplejo. 
    —Charlene, lo que siempre he admirado de ti, desde que te conocí, es tu fuerza, tu independencia. 
    Di: 
    —Esa frasecita es más vieja que andar a pie. 
    Dile que no fume en tu apartamento. Dile que se vaya. 
    Al principio protesta. Pero despacio, despacio, se va, subiéndose el cuello de su gabardina cara de color beis, como un Robert Culp viejo y macilento. 
    Da un portazo a lo Bette Davis.

El amor se te escurre, se lleva consigo una buena parte del azúcar de tu sangre y del agua de tu peso. Eres como una casa que va perdiendo poco a poco la electricidad; los ventiladores se van parando, las luces se amortiguan y parpadean, los relojes se paran, andan y se paran. 

En Karma-Kola los días pasan cojos y desnortados, se derrumban unos sobre otros con el tedio cómico de los payasos viejos, no van a ninguna parte. 

En abril te suben el sueldo. Celébralo invitando a Hilda a almorzar en el Plaza. 
    Escribe pidiendo solicitudes de matrícula para hacer cursos de posgrado. 
    Envíale a Mark el banquero una tarjeta de felicitación por su cumpleaños. 
    Da largos paseos de noche, en el frío. La rubia con pinzas en el pelo sigue correteando a tu lado eternamente, todavía con los zapatos en la mano. Se ha cortado el pelo. 

Él te llama a la oficina de vez en cuando para preguntarte cómo estás. Tú dibujas números y garabatos en las esquinas de las fichas Rolodex. Juguetea con tu llave de Phi Beta Kappa. Mira por la ventana. Siempre, siempre, di: 
    —Bien.

6º trabajo a realizar

Como ves, la utilización de la segunda persona se puede hacer de manera imperativa: "Mírate en el espejo y di" o de manera natural: "Te miras en el espejo y te dices...".

El asunto es probar la segunda persona.

El narrador en segunda persona cuenta hablándole a un tú. Es un narrador “aconsejador”, te dice lo que tienes que hacer. Este narrador se puede usar en segunda persona natural y en 2ª persona en imperativo y en
         Se puede contar en todos los tiempos verbales, pasado, presente, en futuro, y en imperativo

Un ejemplo en presente:
         Quieres hablar con Elena en su casa. Avisas a tu amigo Juan para que te acompañe. Cuando llegas a su bloque la llamas por el portero electrónico y te dice que te vayas, que no quiere hablar contigo. Tienes suerte porque pasa un vecino y deja el portal abierto y así consigues llegar hasta la puerta de su piso. Llamas al timbre en repetidas ocasiones. Escuchas que ella os grita enfadada desde dentro:
         –¡¿Qué quieres?! ¡Te he dicho que me dejes!
         –Déjame entrar, Elena –le dices sin gritar. Tú amas a esa mujer más que su novio que vive en Barcelona y la tiene siempre abandonada. Y ella te había besado apasionadamente sólo dos noches antes. Pero como está chapada a la antigua le entró un ataque de mala conciencia y parecía que se había planteado dejar de verte–. Como no me abras, empezaré a gritar.
         Juan te susurra:
         –Si te pones a gritar me piro. –Le haces un gesto con la mano para que te deje.
         –En serio. No quiero verte –te dice ella desde dentro–. Déjame en paz.
         –Ábreme Elena. Ábreme. –Empiezas a subir el tono de voz–. ¡Ábreme, Elena, te quiero! –Gritas más fuerte:– ¡Te quiero, Elena, te quiero! –Te sabes este truco de una vez que te hizo lo mismo tu ex de Madrid–. ¡¡Te quierooo!! –Juan te toca en el hombro, lo miras y te hace señas de que se va–. ¡¡¡TE QUIERO, AMOR MÍO, ÁBREME LA PUERTA!!! –Juan baja las escaleras a todo meter.
         –¡Ignacio, vete!
         –¡¡¡ÁBREME LA PUERTA, TE QUIERO, TE QUIERO, TE QUIERO!!!
         Oyes, por fin, cómo el mecanismo de la puerta se abre. Al abrirse la puerta ves que Elena corre hacia el balcón. Te asustas.

Un ejemplo en imperativo:
         Quieres hablar con Elena en su casa. Avisa a tu amigo Juan para que te acompañe. Cuando llegues a su bloque llámala por el portero electrónico y te dice que te vayas, que no quiere hablar contigo. Tienes suerte porque pasa un vecino y deja el portal abierto y así consigues llegar hasta la puerta de su piso. Llama al timbre en repetidas ocasiones. Escucha que ella os grita enfadada desde dentro:
         –¡¿Qué quieres?! ¡Te he dicho que me dejes!
         –Déjame entrar, Elena –dile sin gritar. Tú amas a esa mujer más que su novio que vive en Barcelona y la tiene siempre abandonada. Y ella te había besado apasionadamente sólo dos noches antes. Pero como está chapada a la antigua le entró un ataque de mala conciencia y parecía que se había planteado dejar de verte–. Como no me abras, empezaré a gritar.
         Juan te susurra:
         –Si te pones a gritar me piro. –Hazle un gesto con la mano para que te deje.
         –En serio. No quiero verte –te dice ella desde dentro–. Déjame en paz.
         –Ábreme Elena. Ábreme. –Empieza a subir el tono de voz–. ¡Ábreme, Elena, te quiero! –Grita más fuerte:– ¡Te quiero, Elena, te quiero! –Te sabes este truco de una vez que te hizo lo mismo tu ex de Madrid–. ¡¡Te quierooo!! –Juan te toca en el hombro, lo miras y te hace señas de que se va–. ¡¡¡TE QUIERO, AMOR MÍO, ÁBREME LA PUERTA!!! –Juan baja las escaleras a todo meter.
         –¡Ignacio, vete!
         –¡¡¡ÁBREME LA PUERTA, TE QUIERO, TE QUIERO, TE QUIERO!!!
         Oye, por fin, cómo el mecanismo de la puerta se abre. Al abrirse la puerta ve que Elena corre hacia el balcón. Asústate.



El QUINTO trabajo a realizar tiene que contener, por tanto:
1. Narrador en segunda persona.
2. Continuamos con temática contemporánea urbana de relaciones cercanas.

¿Y qué acumulamos de las sesiones anteriores?:
-Puedes usar los verbos en presente.
-Debes usar elementos que se vayan repitiendo a lo largo del relato.
-Las acotaciones pueden no ser con verbos dicendi.
-Puedes dejar el final abierto.
-Puedes hacer un último párrafo de mirada de la escena.
-Puedes utilizar esos "miniflashback" de diálogo: pequeñas frases entrecomilladas que entran sin aviso previo de algo que algún personaje dijo en el pasado.
-Puedes utilizar acotaciones con distintos planos de información. acción, vestuario, escenografía, miniflashback, etc. y cerrar la acotación y dejar que el personaje siga hablando.



lunes, 10 de febrero de 2025

5ª SESIÓN. "Si me necesitas, llámame", de Raymond Carver

La quinta sesión tiene por modelo este relato de Carver, con narrador en primera persona pero que se trata a sí mismo (y obligatoriamente a los demás) como un narrador externo deficiente porque nunca dice que lo que piensa ni siente.
Léelo y observa cómo funciona este narrador:




SI ME NECESITAS, LLÁMAME
Por Raymond Carver
De su libro de relatos póstumos: Si me necesitas, llámame.


Aquella primavera habíamos tenido una relación cada uno por nuestro lado, pero cuando el curso acabó en junio decidimos alquilar nuestra casa de Palo Alto y marcharnos los dos a pasar el verano a la costa norte de California. Nuestro hijo, Richard, iría con su abuela, la madre de Nancy, a Pasco, Washington, donde trabajaría todo el verano con idea de tener algo de dinero ahorrado en otoño cuando ingresara en la universidad. Su abuela estaba al tanto de lo que pasaba en casa y había hecho lo imposible para que lo mandáramos con ella, ocupándose de encontrarle trabajo para cuando llegara. Había hablado con un agricultor amigo suyo que le prometió un empleo para Richard. Trabajo duro, porque tendría que levantar cercas y hacer fardos de heno, pero Richard estaba entusiasmado. Se marchó en autobús a la mañana siguiente de la entrega de diplomas en el instituto. Lo llevé a la estación, aparqué el coche y fuimos a sentarnos dentro hasta que anunciaron su autobús. Su madre ya se había despedido de él, prodigándole besos y abrazos y dándole una larga carta que debía entregar a su abuela cuando llegara. Nancy se había quedado en casa, haciendo los últimos preparativos de la mudanza y esperando a la pareja de inquilinos. Le saqué el billete, se lo di y nos sentamos a esperar en un banco de la estación. De camino habíamos charlado un poco de la situación.
—¿Os vais a divorciar mamá y tú? —preguntó.
Era sábado por la mañana y no había mucho tráfico.
—Si podemos evitarlo, no —contesté—. No queremos. Por eso nos marchamos, a pasar el verano sin ver a nadie. Por eso hemos alquilado nuestra casa durante el verano y por eso hemos alquilado otra en Eureka. Y por eso te vas tú también, supongo. Por no hablar de que volverás a casa con los bolsillos llenos de dinero. No queremos divorciarnos. Queremos estar solos durante el verano y ver si arreglamos las cosas.
—¿Sigues queriendo a mamá? Ella me ha dicho que te quiere.
—Pues claro que la quiero. A estas alturas deberías saberlo. Sólo que hemos tenido un montón de problemas y muchas responsabilidades, como todo el mundo, y ahora necesitamos tiempo para estar solos y encontrar una solución. Pero no te preocupes por nosotros. Tú ve a casa de la abuela, pasa un buen verano, trabaja mucho y ahorra dinero. Y como también estás de vacaciones, vete a pescar siempre que puedas. Hay buena pesca por ahí.
—Y también se puede hacer esquí acuático. Quiero aprender.
—Eso nunca lo he hecho. Procura hacer un poco por mí también, ¿quieres? Estábamos sentados en la estación de autobuses. Él hojeaba su anuario del instituto, yo tenía un periódico sobre las rodillas. Entonces anunciaron su autobús y nos levantamos. Lo abracé y le dije:— No te preocupes, ¿eh? ¿Dónde tienes el billete?
Se dio unas palmaditas en el bolsillo de la chaqueta y cogió la maleta. Le acompañé hasta la cola que se estaba formando en la terminal, luego lo abracé otra vez, le di un beso en la mejilla y me despedí.
—Adiós, papá —me contestó, dándose media vuelta para que no le viera las lágrimas.
Al volver a casa me encontré con nuestras cajas y maletas en el cuarto de estar. Nancy estaba en la cocina, tomando café con la joven pareja que nos había alquilado la casa durante el verano. Los había encontrado ella. Se llamaban Jerry y Liz, y estaban preparando la licenciatura en matemáticas. Yo los había conocido sólo unos días antes, pero volvimos a estrecharnos la mano. Nancy me sirvió una taza de café y me senté a la mesa mientras ella acababa de darles las instrucciones, diciéndoles lo que debían hacer a principio y a fin de mes, dónde debían enviarnos el correo y cosas por el estilo. Nancy tenía una expresión tensa. El sol se filtraba por los visillos y caía sobre la mesa, señal de que la mañana estaba bien avanzada.
Finalmente, como todo parecía estar en orden, dejé a los tres en la cocina y empecé a cargar el coche. La casa que habíamos alquilado estaba amueblada y tenía de todo, hasta platos y cacharros de cocina, así que no necesitábamos llevarnos mucho, sólo lo estrictamente necesario.
Tres semanas antes había ido a Eureka, a quinientos kilómetros al norte de Palo Alto, para alquilar una casa amueblada. Fui con Susan, la mujer con quien había estado saliendo. Pasamos tres días en un motel de las afueras de la ciudad mientras yo miraba el periódico y visitaba agencias inmobiliarias. Ella me vio extender el cheque por tres meses de alquiler. Después, en el motel, tumbada en la cama, con una mano puesta en la frente, me dijo:
—Qué envidia me da tu mujer. Cómo envidio a Nancy. La gente siempre dice que "la otra" no cuenta, que la titular es quien ostenta los privilegios y el verdadero poder, pero yo nunca había comprendido esas cosas, ni siquiera me habían interesado. Ahora sí. Cómo la envidio. Me da rabia la vida que va a llevar contigo este verano en esa casa. Ojalá fuese yo. Ojalá fuésemos nosotros dos. ¡Cómo siento que no seamos nosotros! ¡Qué horrible es todo esto!
Le acaricié el pelo.
Nancy era alta, de piernas largas, con cabello y ojos castaños y un espíritu generoso. Pero últimamente nos habíamos quedado un poco cortos de generosidad y de espíritu. Salía con un colega mío, divorciado, de cabello gris, siempre muy pulcro, con traje, chaleco y corbata, que bebía demasiado y a quien, según me dijeron unos alumnos, a veces le temblaban las manos en clase. Nancy y él habían empezado su aventura en una fiesta durante las vacaciones, no mucho después de que ella descubriera mi propia infidelidad. Ahora todo eso me parece molesto y aburrido, y lo es, pero en primavera las cosas estaban así y a ello dedicábamos toda nuestra energía y atención, con exclusión de todo lo demás. A finales de abril ya empezamos a hacer planes de alquilar la casa y marcharnos a pasar el verano a otro sitio, los dos solos, para ver si éramos capaces de arreglar las cosas, si es que tenían arreglo. Acordamos que no llamaríamos, ni escribiríamos, ni nos pondríamos en contacto de manera alguna con las otras dos personas. De modo que hicimos los preparativos para la marcha de Richard, buscamos una pareja que nos cuidara la casa y, mirando el mapa, cogí una carretera al norte de San Francisco, llegué a Eureka y encontré una agencia inmobiliaria dispuesta a alquilar una casa amueblada para el verano a un matrimonio respetable de mediana edad. Hasta me parece haber utilizado, que Dios me perdone, la frase "una segunda luna de miel" con el empleado de la agencia mientras Susan fumaba un cigarrillo y hojeaba folletos turísticos en el coche.
Terminé de colocar maletas, bolsas y cajas en el maletero y el asiento de atrás y esperé a que Nancy acabara de despedirse en el porche. Estrechó la mano a la pareja y vino hacia el coche. Les dije adiós con la mano y ellos me devolvieron el saludo. Nancy subió al coche y cerró la puerta.
—Vámonos —dijo.
Puse el coche en marcha y nos dirigimos a la autopista. En el último semáforo vimos un coche que salía de la autopista y venía hacia nosotros. Se le había roto el tubo de escape y lo llevaba a rastras, sacando chispas del asfalto.
—Fíjate —dijo Nancy—. Se puede incendiar.
Esperamos hasta que el coche se detuvo en el arcén.
Paramos en una pequeña cafetería junto a la autopista, cerca de Sebastopol. "Comida y Gasolina", decía el letrero. Nos hizo reír. Aparqué enfrente y entramos. Nos dirigimos al fondo y nos sentamos en una mesa cerca de una ventana. Después de pedir café y unos sándwiches, Nancy puso el dedo sobre la mesa y empezó a trazar líneas en el tablero. Encendí un cigarrillo y miré al exterior. Un movimiento rápido me llamó la atención y me di cuenta de que era un colibrí en un matorral, junto a la ventana. Picoteando en una flor del matorral, movía las alas con tal rapidez que parecía un punto borroso.
—Mira, Nancy —dije—. Un colibrí.
Pero el pájaro levantó el vuelo en aquel momento y Nancy miró por la ventana y dijo:
—¿Dónde? No lo veo.
—Estaba ahí hace un momento —dije—. Mira, ahí está. Pero parece distinto. Sí, es otro.
Contemplamos al colibrí hasta que la camarera nos trajo lo que habíamos pedido y el pájaro, asustado por el movimiento, desapareció por la esquina del edificio.
—Vaya, me da la impresión de que es buena señal —dije—. Dicen que los colibríes traen buena suerte.
—Eso he oído en alguna parte —dijo ella—. No sé dónde pero lo he oído. Bueno, pues no nos vendría mal un poco de suerte. ¿No te parece?
—El colibrí ha sido un buen augurio. Me alegro de que hayamos parado aquí.
Ella asintió con la cabeza. Se quedó un momento pensativa y luego dio un mordisco al sándwich.


Llegamos a Eureka poco antes de oscurecer. Después de pasar el motel donde dos semanas antes Susan y yo habíamos dormido tres noches, salimos de la autopista y cogimos una carretera de montañas que dominaba la ciudad. Llevaba las llaves de la casa en el bolsillo. Subimos un par de kilómetros hasta llegar a un pequeño cruce con una estación de servicio y una tienda de comestibles. Al otro lado del valle, frente a nosotros, había montañas cubiertas de árboles; a nuestro alrededor, todo eran campos verdes. Detrás de la estación de servicio pastaban unas vacas.
—Qué paisaje tan bonito —dijo Nancy—. Estoy deseando ver la casa.
—Casi estamos. Justo al final de esa carretera —le dije—, pasando aquella elevación. Ahí la tienes —señalé al cabo de unos momentos—. Ésa es. ¿Qué te parece?
Esa misma pregunta le había hecho a Susan cuando nos detuvimos en el camino de la entrada, ella y yo.
—Es bonita —dijo Nancy—. Parece estupenda. Vamos a bajar.
Nos quedamos un momento delante del jardín, mirando a nuestro alrededor. Luego subimos los escalones del porche, abrí la puerta y encendí la luz. Recorrimos la casa. Tenía dos habitaciones pequeñas, un baño, un cuarto de estar con chimenea, amueblado con unos cuantos trastos viejos, y una espaciosa cocina con vistas al valle.
—¿Te gusta? —le pregunté.
—Es maravillosa —dijo Nancy, sonriendo—. Me alegro de que la encontraras. Hemos hecho bien en venir.
Abrió el frigorífico y pasó un dedo por la encimera del fregadero.
—Todo está muy limpio, gracias a Dios. Así no tendré que trabajar.
—Y hay sábanas limpias en las camas. Lo pregunté. Lo he comprobado. Lo alquilan así. Hasta las almohadas. Con fundas y todo.
—Tendremos que comprar algo de leña —dijo Nancy. Estábamos en el cuarto de estar—. En noches como ésta nos vendrá bien encender la chimenea.
—De la leña me ocuparé mañana —dije—. Y aprovecharemos para hacer la compra también, y ver la ciudad.
—Me alegro de que hayamos venido —dijo, mirándome a los ojos.
—Y yo también.
Abrí los brazos y vino hacia mí. La abracé. Sentí cómo temblaba. Alcé su rostro hacia mí y la besé en ambas mejillas.
—Nancy —le dije.
—Me alegro de que hayamos venido —dijo ella.

        
Pasamos los siguientes días terminando de instalarnos. Fuimos a Eureka a pasear y mirar escaparates. Compramos provisiones. Hicimos excursiones hasta el bosque, atravesando el campo de detrás de la casa. Encontré en el periódico un anuncio de leña y llamé. Un par de días después se presentaron dos jóvenes de pelo largo con una camioneta cargada de leña de aliso que apilaron bajo el tejadillo del garaje. Aquella noche, después de cenar, tomamos café frente a la chimenea y hablamos de tener perro.
—No quiero un cachorro —dijo Nancy—. Que un perro cachorro vaya ensuciándolo todo por ahí o destrozando cosas con los dientes es lo que menos falta nos hace. Pero me gustaría tener un perro, sí. Hace mucho que no tenemos ninguno. Creo que nos vendría bien aquí.
—¿Y cuando volvamos, cuando se acabe el verano? —dije. Formulé la pregunta de otro modo—: ¿Te parece bien tener un perro en la ciudad?
—Ya veremos. Mientras, vamos a buscar uno. El que más nos convenga. Hasta que no lo vea no sabré cuál es. Miraremos los anuncios y si es preciso iremos a la perrera.
Pero aunque seguimos hablando del tema durante varios días y mirando perros en los jardines de las casas por las que pasábamos, señalando los que nos gustaría tener, la cosa quedó en nada, acabamos sin coger ninguno.
Nancy llamó a su madre para darle nuestra dirección y el número de teléfono. Richard estaba trabajando y parecía contento. Ella se encontraba estupendamente. Oí que Nancy le decía:
—Estamos muy bien. Esto da buen resultado.

A mediados de julio íbamos un día por la autopista de la costa y al llegar a lo alto de un repecho vimos unas lagunas separadas del mar por bancos de arena. En la orilla había unos pescadores, y dos barcas en el agua.
Salí al arcén y paré.
—Vamos a ver lo que están pescando —dije—. A lo mejor encontramos una caña y podemos ponernos nosotros también.
—Hace años que no vamos de pesca —dijo Nancy—. Desde aquella vez que Richard era pequeño y acampamos cerca del Monte Shasta. ¿Te acuerdas?
—Me acuerdo. Y también acabo de acordarme de que echaba de menos la pesca. Vamos a bajar, a ver lo que pescan.



—Truchas —contestó el hombre cuando le pregunté—. Truchas arco iris, reos. Incluso algunas asalmonadas y unos cuantos salmones. Entran en invierno, cuando se abren los bancos de arena, y luego se quedan atrapados en primavera, cuando se cierran. Ahora es la temporada de pesca. Todavía no ha picado ninguna, pero el domingo pasado cogí cuatro, de unos cincuenta centímetros. Es el pescado más delicioso del mundo, y se defienden como demonios. Los de las barcas ya han cogido algunas, pero hasta ahora yo no he hecho nada.
—¿Qué cebo utiliza? —le preguntó Nancy.
—De todo —contestó el pescador—. Lombrices, huevas de salmón, maíz integral. Sólo hay que lanzarlo lejos, dejar que se hunda, soltar un poco y vigilar la caña.
Nos quedamos por allí un rato, observando al pescador y las pequeñas barcas que se desplazaban de un lado a otro de la laguna entre el murmullo de sus motores.
—Gracias —dije al pescador—. Y buena suerte.
—A usted también —dijo él—. Suerte a los dos.

De camino a la ciudad entramos en una tienda de deportes y compramos unas licencias, unas cañas baratas, carretes, hilos de nailon, anzuelos, corchos, plomos y una cesta. Hicimos planes para ir a pescar a la mañana siguiente.
Pero por la noche, después de cenar, fregar los platos y encender la chimenea, Nancy sacudió la cabeza y dijo que aquello no iba a dar resultado.
—¿Por qué dices eso? —pregunté—. ¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que no va a dar resultado. Reconozcámoslo. —Volvió a sacudir la cabeza—: En realidad no tengo ganas de ir a pescar mañana, ni tampoco quiero un perro. No, nada de perros. Más bien me apetece ir a ver a mi madre y a Richard. Sola. Quiero estar sola. Echo de menos a Richard —dijo, rompiendo a llorar—. Richard es mi hijo, mi niño, y ya es casi adulto y pronto se irá. Le echo de menos.
—¿Y a Del? —dije yo—. ¿También echas de menos a Del Shreader? A tu amigo. ¿Le echas en falta?
—Esta noche echo a todo el mundo en falta. También a ti. Hace mucho que te echo de menos. Te he echado tanto de menos que es como si no estuvieras conmigo. No sé cómo explicarlo, pero te he perdido. Ya no eres mío.
—Nancy.
—No, no.
Sacudió la cabeza. Se sentó en el sofá, frente al fuego, sin dejar de mover la cabeza.
—Mañana quiero coger el avión para ir a ver a mi madre y a Richard. Cuando me marche podrás llamar a tu amiga.
—Eso no —dije—. No tengo intención de hacer eso.
—La llamarás —dijo ella.
—Y tú llamarás a Del.
Me sentí ridículo al decirle eso.
—Tú puedes hacer lo que te dé la gana —dijo ella, enjugándose las lágrimas con la manga—. Lo digo en serio. No quiero parecer una histérica. Pero yo me voy mañana a Washington. Y ahora me voy a la cama. Estoy agotada. Lo siento. Lo siento por los dos, Dan. Esto no va a salir bien. Hoy, ese pescador nos ha deseado suerte. —Sacudió la cabeza—. Yo también nos deseo suerte. La vamos a necesitar.
Entró en el cuarto de baño y oí que abría el grifo de la bañera. Salí al porche y me senté en un escalón a fumar un cigarrillo. Fuera todo estaba oscuro y silencioso. Al mirar a la ciudad, vi un pálido reflejo de luces en el cielo y jirones de bruma flotando en el valle. Empecé a pensar en Susan. Poco después, Nancy salió del baño y oí que cerraba la puerta de su habitación. Entré, puse otro tronco en la chimenea y esperé a que las llamas se encaramasen por la corteza. Luego pasé a la otra habitación, descubrí la cama y contemplé los dibujos florales de las sábanas. Luego me duché, me puse el pijama y fui a sentarme otra vez frente a la chimenea. Ahora la bruma llegaba a la ventana. Me senté a fumar delante del fuego. Cuando volví a mirar hacia la ventana, algo se movió entre la niebla y vi un caballo que comía hierba en el jardín.
Me acerqué a la ventana. El caballo alzó la cabeza y me miró, luego siguió arrancando hierba. Otro caballo entró en el jardín, pasó junto al coche y empezó a pastar. Encendí la luz del porche y me quedé delante de la ventana, mirándolos. Eran caballos altos, blancos, de largas crines. Se habrían escapado de alguna granja vecina por el hueco de una cerca o una portilla abierta. Comoquiera que fuese, habían venido a parar a nuestro jardín. Estaban encantados, disfrutando enormemente de su escapada. Y también nerviosos; desde la ventana les veía el blanco de los ojos. No dejaban de agitar las orejas mientras arrancaban matas de hierba. Un tercer caballo entró vacilante en el jardín, luego un cuarto. Era una manada de caballos blancos, y estaban pastando en nuestro jardín.
Fui a la habitación de Nancy y la desperté. Tenía rulos en el pelo, los ojos enrojecidos y los párpados hinchados. A los pies de la cama había una maleta abierta.
—Nancy, cariño —le dije—. Ven a ver lo que tenemos en el jardín. Ven, corre. Tienes que verlo. No te lo vas a creer. Date prisa.
—¿Qué pasa? —dijo—. No me hagas daño. ¿Qué ocurre?
—Tienes que verlo, cariño. No voy a hacerte daño. Lamento haberte asustado. Pero tienes que venir a verlo.
Volví al cuarto de estar, me aposté delante de la ventana y al cabo de unos minutos vino Nancy atándose la bata. Miró por la ventana y exclamó:
—¡Qué bonitos son, Dios mío! ¿De dónde han salido, Dan? Son preciosos.
—Han debido de escaparse de una de esas granjas de por ahí —dije—. Voy a llamar a la oficina del sheriff para que localice a los dueños. Pero primero quería que los vieses.
—¿Crees que morderán? —me preguntó—. Me gustaría acariciar a aquel de allí, el que acaba de mirarnos. Me encantaría pasarle la mano por el cuello. Pero tengo miedo de que me muerda. Voy a salir.
—No creo que muerdan —dije—. No parecen de los que muerden. Pero si sales, ponte algo, hace frío.
Me puse el abrigo encima del pijama y esperé a Nancy. Luego abrí la puerta, salimos al jardín y nos acercamos a los caballos. Todos levantaron la cabeza para mirarnos. Dos de ellos volvieron a bajarla y siguieron comiendo hierba. Otro dio un resoplido y retrocedió, para luego bajar la cabeza a su vez y continuar pastando. Acaricié la cabeza de uno y le palmeé el flanco. Siguió mascando. Nancy alargó el brazo y empezó a acariciar la crin del otro.
—¿De dónde vienes, bonito? —dijo—. ¿De dónde vienes, y por qué has salido esta noche, caballito?
Nancy continuó acariciándole la crin. El caballo la miró, resopló entre los labios y volvió a bajar la cabeza. Ella le dio unas palmaditas en el flanco.
—Me parece que voy a llamar al sheriff —dije.
—Todavía no —dijo ella—. Espera un poco. Nunca volveremos a ver una cosa así. Nunca jamás volveremos a tener caballos en el jardín. Espera un poco más, Dan.
Al cabo de un rato, Nancy seguía yendo de un caballo a otro, dándoles palmadas en el lomo y acariciándoles la crin, cuando uno de ellos echó a andar por el camino, pasó delante del coche y salió a la carretera. Entonces comprendí que tenía que llamar.
—¡No les haga daño! —gritó Nancy.
Volvimos a la casa y nos pusimos delante de la ventana para ver cómo los ayudantes del sheriff y el granjero reunían los caballos.
—Voy a hacer café —dije—. ¿Te apetece una taza, Nancy?
—Te diré lo que me apetece —dijo ella—. Estoy en las nubes, Dan. Como si me hubiera drogado. No sé explicar esta sensación, pero me gusta. Mientras tú haces café, yo buscaré música en la radio; después aviva el fuego en la chimenea. Estoy demasiado nerviosa para dormir.
Así que nos sentamos frente al fuego bebiendo café y escuchando una radio de Eureka que emitía toda la noche mientras hablábamos de los caballos y luego de Richard y de la madre de Nancy. Bailamos. No mencionamos para nada nuestra situación. La bruma pendía al otro lado de la ventana y charlamos y estuvimos cariñosos el uno con el otro. Al amanecer apagué la radio, nos acostamos e hicimos el amor.

Por la tarde, cuando hizo todos los preparativos y cerró las maletas, la llevé a un pequeño aeropuerto donde cogería un vuelo a Portland. Allí haría transbordo con otra compañía aérea que la dejaría en Pasco bien entrada la noche.
—Saluda a tu madre de mi parte. Dale a Richard un abrazo y dile que le echo de menos. Dile que le quiero.
—Él también te quiere a ti. Ya lo sabes. En cualquier caso, le verás en otoño, estoy segura.
Asentí con la cabeza.
—Adiós —dijo, tendiéndome los brazos.
Nos abrazamos.
—Me alegro de lo de anoche —dijo—. Los caballos. La conversación. Todo. Es una ayuda. Nunca lo olvidaremos.
Se echó a llorar.
—Me escribirás, ¿verdad? —le dije—. Ni por un momento pensé que nos ocurriría esto a nosotros. Después de tantos años. Ni soñarlo. A nosotros, no.
—Te escribiré —dijo ella—. Cartas muy largas. Las más largas que hayas recibido jamás después de las que te mandaba en el instituto.
—Estaré impaciente por recibirlas.
Luego me miró otra vez y me pasó la mano por la cara. Me dio la espalda y se dirigió al avión que la esperaba en la pista.
—Adiós, amada mía, que Dios sea contigo.
Subió al avión y me quedé ahí hasta que los motores a reacción se pusieron en marcha. Al cabo de un momento, el avión empezó a rodar por la pista. Despegó sobre la Bahía de Humboldt y pronto se convirtió en un punto en el cielo.
Volví a casa, dejé el coche en el camino de entrada y miré las huellas de los cascos de los caballos. Había marcas profundas en el césped, y calvas, y montones de estiércol. Entré luego en la casa y, sin quitarme siquiera el abrigo, fui al teléfono y marqué el número de Susan.